Dolors Badia no habló. No dijo ni una palabra. Moviéndose como una autómata de allá para aquí, de aquí para allá, trajinando escombros, trajinando la nada. Los curiosos se hicieron invisibles a sus ojos mientras su marido, Joan Vilanova, que le dirigía miradas huidizas, se disponía a cavar una enorme fosa en la que enterrar a una veintena de vacas. Un incendio salvaje, un diablo rojo que engulló majestuosos bosques en minutos, animales y lo que se topó a su paso, arrasó su mundo y a la Serra de Cap de Costa, en un cima de Puig-reig. El furioso fuego de 1994 causó cuatro muertes y calcinó 35.000 hectáreas en el Berguedà y en el Bages. Ahora, 20 años después de aquella pesadilla, las heridas aún perduran.
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